Había un alambrado enredando rombos con el aroma penetrante de ese intenso granate, que subía hasta la garganta de la niñez. Del otro lado mi amiga, nuestros diálogos pegados al verano. Había una infancia, misterios,incógnitas... bichitos de luz como en el poema de Derián, linternitas flotantes que apretábamos como anillos. Una siesta desgajando el perfume del limonero y los tomates arrancados en la quemante hora de las travesuras. Chorreaba ese jugo en la boca saturada de fragancias esenciales. Todo era tan natural como ese dulce de higos sobre el pan casero. Hojas de albahaca, montoncito de menta fresca en la mañana de pies descalzos, cebollas trenzadas colgando de un ayer; el beso sobre la barba húmeda de mi padre, al regreso del trabajo. Y ese delantal que mi madre enrollaba entre sus manos iluminando el día.
Esa estructura de mi mano: huesos enredados en la piel de la poesía. Uñas que arañan la pausa y rasguñan los alientos de las horas. Sobre tu boca desliz y en la enmarañada vida buscadora de lumbres. Esta estructura de mis ojos diseñados por la Mano de Aquél, abiertos a la intemperie del ocaso, contemplando siempre a través de las hojas del encanto, asidos al muro de las sorpresas, deseosos de llegar a la inocente envoltura de tu yo. Y la percepción de mis oídos, sueltos al vuelo de los pájaros, absortos en las vibraciones del silencio, captador locuaz de tus susurros. Esa raíz con que percibo la delicia del aroma que salpica mis adentros y me puebla de increíbles sensaciones. Y esa lengua de seda que acaricia el sabor de tu boca en remolinos, que aún degusta la caliente melodía de la danza del fuego de la vida... son las alas que se prenden de mi cuerpo para llegar a las alturas más sublimes.
Somnolienta metáfora envolviendo las etapas del poema. Se acurruca entre las sábanas de mis ternuras; me huele: magnolias recién cortadas. Desazón que impregna esa sutileza. y la metáfora queda suspendida en el borde de mis labios mientras duermo envuelta en tu tibieza.
Bruñido torso el de esta hora en que mis labios susurran cálidas interjecciones. Solapada mirada de ese reloj que espía entre las lenguas de fuego. Rítmico tiempo en la cadencia de los latidos. Arde el verano y estamos solos, aunque el reloj atisbe nuestros cuerpos. Elsa Tébere